Veo pasar los árboles a toda velocidad tras la ventanilla del tren, y me quedo observándolos, como si nunca hubiera visto un árbol en mi vida. Lo cierto es que nunca me he parado a mirarlos con verdadero detenimiento, salvo quizás en alguna excursión al jardín botánico, cuando era niña. Miro esos árboles, uno tras otro, con sus hojas caducas, y me da por pensar que esos árboles pasan por delante de mí lo mismo que las etapas de mi vida. Mi infancia, mi adolescencia, mi juventud, la madurez… Ese momento en el que yo misma puedo sentir que se van perdiendo algunas de mis hojas, también caducas. Suspiro, y vuelvo a perder la mirada en esa visión de la nada, mientras el traqueteo del tren me mece en un momento sereno, como si fuera un bebé dentro de su cuna. El tren hace una parada, y entonces comienzo a vigilar la maleta que he dejado a la entrada, ya que algunos pasajeros abandonan el tren para dejar sus asientos a nuevos viajeros. Tal y como ocurre en la vida.
Cuando pensaba que iba a tener la suerte de seguir disfrutando del placer de no tener un compañero al lado, para no tener que discutir por el reposa brazos, a última hora, un hombre entra en el tren, casi con el sonido del cierre de puertas, y se sienta a mi lado. Me saluda y contesto distraída, sin mirarle, disgustada porque un desconocido vaya a emborronar el único momento de paz que sé que voy a poder permitirme en todo el día. Madrugar, reuniones de trabajo en otra ciudad, vuelta a casa, y vuelta a la rutina de comidas que dejar hechas para mañana. Hay gente que se queja de los viajes en tren, para mí son la excusa perfecta para desconectar del mundo, porque ahora mismo no tengo que atender a nadie. Salvo por lo visto a mi desconocido, que no parece feliz con mi saludo poco amable, y me mira disimuladamente, entiendo, que en busca de conversación. Antes de que se disponga a iniciar un diálogo banal y sin sentido, me pongo los cascos y hago como que veo la película infantil que están echando en las pantallas. Parece haber cogido la indirecta, porque coge su teléfono móvil y se sumerge en contestar miles de correos, que seguramente yo también tendré acumulándose en mi bandeja de entrada, pero que seguro que pueden esperar. Es entonces cuando me permito observarle más detenidamente. Es un hombre atractivo, quizás algo joven para mí, pero con una mirada quizás demasiado adulta para los rasgos sutiles de su rostro. Tiene el pelo fuerte y negro, algo que a mi edad, es un aspecto en el que fijarse. Dicen que cuando miramos a un hombre, en realidad, evaluamos sus genes, en busca de la mejor elección a la hora de la reproducción. Desde luego, no tengo pensado proponerle tener hijos, pero cuando veo que sonríe, supongo que leyendo algo gracioso en su móvil, y observo sus dientes blancos y perfectos, mi instinto no puede evitar pensar que sería el candidato perfecto. Tiene un algo, ese algo que solo una mujer sabe reconocer en un hombre.
Intento fijar mi vista en la película infantil, algo sobre unos niños que tienen que llegar a alguna parte por algún motivo. Pero no puedo evitar echar miradas de reojo a mi compañero de asiento, y lamentarme ahora de que esté tan entretenido con el móvil, y ya no quiera entablar conversación conmigo. Empieza a entrarme algo de modorra, entre el sonido de fondo de la película, el traqueteo del tren, las horas de sueño acumuladas, y busco una postura en la que acurrucarme, cuando sin querer, rozo el brazo de mi desconocido, que ahora fija su mirada en mis ojos sin contemplaciones.
No sabría describir la sensación de perderme en sus ojos. Algo extraño ocurre en mi estómago, como si se encogiera de pronto, al sentir que este hombre, que no conozco de nada, me mira a los ojos como si me estuviera desnudando el alma. Como si supiera mis sueños, mis miedos, mis traumas. Como si en un solo vistazo pudiera reconocer a la mujer que fui, a la que soy y a la que seré. Me quedo sin habla, simplemente parada, incapaz de hacer nada más que devolverle la mirada. Justo en ese momento, el tren entra en un túnel, y la luz desaparece. Siento entonces una boca que comienza a rozar la mía, la humedad de su lengua, y respondo sin apenas pensar en nada, mientras siento que lo más profundo de mi comienza a humedecerse igualmente. Lo siguiente es una mano que se pierde entre mis piernas, unos dedos que avanzan entre mis medias, y una deliciosa sensación al sentir el tacto, tan ansiado, del calor de otro hombre en mis partes más sensibles. Comienzo a moverme ansiosa, en busca de una mayor conexión, de una mayor profundidad, de una completa liberación, que natural, como si estuviera deseosa de salir, llega mientras contengo el aliento para no ser descubierta.
En medio de esa dulce sensación orgásmica, mi cuerpo se revuelve, y pego un cabezazo contra la ventanilla. Abro los ojos aturdida, y tardo un instante en entender que me he quedado dormida. Desde megafonía anuncian que ya estamos llegando a la última parada, la mía. Miro a mi lado, y descubro que mi desconocido no está, que debió de haberse bajado antes, en alguna otra estación, la suya. Acalorada, enciendo por fin el teléfono móvil, y evidentemente tengo muchos mensajes. El primero es de mi marido, me pregunta a qué hora llegaré a casa. Contesto que en breve, y le añado un te quiero a modo de despedida.
El tren comienza a aminorar su ritmo, y antes de levantarme a por mi maleta, vuelvo a observar una vez más los árboles tras la ventanas. Entonces pienso que quizás algunas hojas estén caducas, pero que otras siguen siempre floreciendo.
Este relato fue inicialmente publicado en la Revista Mira de Globus Comunicación