Recuerdo que cuando era pequeña me hizo mucha gracia un chiste sobre un pene que se quejaba del maltrato que recibía. Le metían en una cueva oscura y resbaladiza, se ponían todo el rato a marearle dentro fuera, se mareaba y se ponía morado, vomitaba, y encima al poco rato le hacían repetir la experiencia.
Todos los chicos asentían con este chiste, y es que, reconozcámoslo, por norma general todos tienen una relación muy especial con su pene. Tanto que hasta en ocasiones le ponen nombre. Ese nombre que murmullan cuando alguien les pega una patada en sus partes, porque todo el mundo sabe que no hay nada que sea más sensible al dolor que una patada ahí mismo. Todo el mundo sabe que el pene es una parte super importante, y que oye, sufre lo suyo.
No quiero restarle protagonismo a los genitales masculinos, los cuales, para qué nos vamos a engañar, también me dan muchas satisfacciones. Quiero reflexionar sobre por qué parece que la vagina es menos importante, y que sufre menos que su colita.
Queridos amigos, os explicaré algunas cosas sobre mi vagina, y la de todas las mujeres, que quizás no siempre habéis tenido en cuenta. Mi vagina sangra todos los meses, y sufre calambrazos en los momentos más inoportunos. No es un dolor al que yo me exponga, ni que pueda evitar poniéndome las manos en la entrepierna para no sufrir un balonazo, es un dolor que produce mi cuerpo, y al que ni si quiera tengo el placer de gritarle improperios ajenos.
Mi vagina, durante esos días, además recibe inquilinos como tampones o copas menstruales, como si fuera el baúl mágico de Merlín el Mago y todo le cupiera dentro. Mi vagina, el resto del mes, está controlada, como si fuera Golum, por un anillo con grandes poderes, y es que en mi vagina está el poder de no quedarme, (¿o quedarnos?) embarazados. Un anillo que hay que acordarse de poner, de quitar, de recolocar si molesta, y de comprobar que no se haya caído sin mi permiso.
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